Hace poco más de cuarenta años y casi una década antes de ser nombrado obispo por Pablo VI, el entonces sacerdote y profesor de teología en Tubinga y luego Ratisbona, Dr. Joseph Ratzinger, emitía una serie de charlas en un programa radiofónico de su país. La editorial Kösel-Verlag de München las reunió en 1970 publicando con ellas un libro de cinco capítulos titulado “Glaube und Zukunft”, traducido al año siguiente al español como “Fe y futuro”. Gracias a una gentileza de Editorial Desclee de Brouwer, que ha reeditado “Fe y futuro” de Joseph Ratzinger, reproducimos para los lectores de Humanitas, por su riqueza y candente actualidad, el quinto capítulo del mencionado libro.
El teólogo no es un adivino. Tampoco es un futurólogo que, a partir de factores calculables del presente, hace cálculos sobre el futuro. Su oficio escapa en gran parte al cálculo; sólo mínimamente podría llegar a ser objeto de la futurología, que no es tampoco un arte adivinatoria, sino que establece lo que es calculable, y tiene que dejar pendiente lo que no es calculable. Dado que la fe y la Iglesia se adentran hasta esa profundidad del ser humano de la que surge siempre lo nuevo creativo, lo inesperado y no planificado, de ello se deduce que su futuro permanece escondido para nosotros, también en la época de la futurología. ¿Quién hubiera podido predecir, al morir Pío XII, el concilio Vaticano II o la evolución posconciliar? ¿O quién se hubiera atrevido a predecir el Vaticano I cuando Pío VI, secuestrado por las tropas de la joven república francesa, murió prisionero en Valence en 1799? Ya tres años antes uno de los dirigentes de la república había escrito: «Este viejo ídolo será destruido. Así lo quieren la libertad y la filosofía… Es de desear que Pío VI viva todavía dos años, para que la filosofía tenga tiempo de completar su obra y de dejar a este lama de Europa sin sucesor» [1]. Y pareció que realmente era así, hasta tal punto que se hicieron oraciones fúnebres por el papado, que se daba ya por definitivamente extinguido.
Seamos, por consiguiente, prudentes con los pronósticos. Aún es válida la palabra de Agustín según la cual el ser humano es un abismo; nadie puede observar de antemano lo que se alza de ese abismo. Y quien cree que la Iglesia no está determinada sólo por ese abismo que es el ser humano, sino que se fundamenta en el abismo mayor e infinito de Dios, tiene motivos más que suficientes para abstenerse de unas predicciones cuya ingenuidad en el querer-tener-respuestas podría revelar sólo ignorancia histórica. Pero entonces ¿tiene algún sentido nuestro tema? Puede tenerlo si uno es consciente de sus límites. Precisamente en tiempos de violentas convulsiones históricas en las que parece desvanecerse lo que ha sucedido hasta ese momento, y abrirse algo que es completamente nuevo, el ser humano necesita reflexionar sobre la historia, que le hace ver en su justa medida el instante irrealmente agrandado, y enmarca de nuevo ese instante en un acontecer que nunca se repite, pero que tampoco pierde nunca su unidad y su contexto. Ahora podrían ustedes decir: «¿Hemos oído bien? ¿Reflexionar sobre la historia? Pero esto significa dirigir una mirada al pasado, cuando en realidad esperábamos poner la vista en el futuro». Sí, han oído bien, pero pienso que la reflexión sobre la historia, si es bien entendida, comprende ambas cosas: una mirada retrospectiva a lo anterior y, desde ahí, la reflexión sobre las posibilidades y las tareas de lo venidero, que sólo se pueden esclarecer si se abarca con la mirada un tramo mayor de camino y uno no se cierra ingenuamente en el hoy. La mirada retrospectiva no permite hacer predicciones del futuro, pero limita la ilusión de lo que se presenta como completamente único, y muestra cómo también en el pasado ha existido algo comparable, aunque no lo mismo. En lo que hay de desigual entre entonces y hoy se fundamenta la incertidumbre de nuestros enunciados y la novedad de nuestras tareas; en lo que es igual se fundamenta la posibilidad de una orientación y una corrección. Nuestra situación eclesial actual es comparable ante todo al período del llamado modernismo, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX y, en segundo lugar, al final del rococó, apertura definitiva de la época moderna con la Ilustración y la revolución francesa. La crisis del modernismo no se realizó por completo, sino que fue interrumpida por las medidas de Pío X y por el cambio de situación espiritual tras la primera guerra mundial; la crisis actual es sólo la reanudación, diferida durante mucho tiempo, de lo que empezó entonces. Así, queda la analogía con la historia de la Iglesia y de la teología en la Ilustración. Quien la analice más detenidamente se sorprenderá por el grado de semejanza entre lo que sucedió entonces y lo que sucede hoy.
La «Ilustración» como época histórica no tiene hoy buena fama; incluso quien sigue tras sus huellas no quiere ser tenido por ilustrado, sino que se distancia del racionalismo de aquella época, demasiado simplista, a su juicio, si se toma la molestia de recordar una historia ya acontecida. Tendríamos ya aquí una primera analogía: el decidido rechazo de la historia, que sólo se considera válida como trastero de lo anterior, que no podría ser útil para un hoy completamente nuevo; la certeza, segura de su victoria, de que ahora no se debe actuar ya según la tradición, sino únicamente de modo racional; el papel en general de palabras como racional, transparente y otras semejantes... todo esto es sorprendentemente parecido entonces y hoy. Pero tal vez antes que estos datos, a mi juicio negativos, se debería contemplar esa extraña mezcla de unilateralidades e iniciativas positivas, que une a los ilustrados de entonces y de hoy y que ya no permite que el hoy aparezca como lo que es completamente nuevo y está fuera de toda comparación histórica. La Ilustración tuvo su movimiento litúrgico, en el cual se intentó simplificar la liturgia, reduciéndola a sus estructuras fundamentales y originarias; había que eliminar los excesos del culto a las reliquias y a los santos y, sobre todo, había que introducir en la liturgia la lengua vernácula, especialmente el canto popular y la participación comunitaria.
Para saber dónde se encuentran, y dónde no, los elementos portadores de futuro, me parece que lo más instructivo es reflexionar sobre las personas y sobre los grupos afines de aquella época. Sólo podemos elegir, claro está, algunos tipos característicos en los que se muestre la amplitud de posibilidades de entonces y, al mismo tiempo y una vez más, la asombrosa analogía con nuestro tiempo. En efecto, están los progresistas extremos, representados, por ejemplo, por la triste figura del arzobispo parisino Gobel, que siguió valientemente todos los pasos del progreso de su tiempo: primero, a favor de una Iglesia nacional constitucional; después, como si tampoco esto fuera ya suficiente, renunció solemnemente al sacerdocio, declarando que, desde el feliz inicio de la revolución, no había ya necesidad de más culto nacional que el de la libertad y la igualdad. Participó en la adoración de la diosa razón en Notre Dame, pero al final el progreso pasó también sobre él: bajo Robespierre, el ateísmo volvió a ser de pronto un delito y el ex arzobispo fue conducido a la guillotina como ateo, y ajusticiado [4].
Con esto hemos llegado a nuestro hoy y a la reflexión sobre el mañana. El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá también hoy sólo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe. El futuro no vendrá de quienes sólo dan recetas. No vendrá de quienes sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes sólo critican a los demás y se toman a sí mismos como medida infalible. Tampoco vendrá de quienes eligen sólo el camino más cómodo, de quienes evitan la pasión de la fe y declaran falso y superado, tiranía y legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le causa dolor y le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo de forma positiva: el futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará marcado de nuevo con el sello de los santos. Y, por tanto, por seres humanos que perciben más que las frases que son precisamente modernas.
Por quienes pueden ver más que
los otros, porque su vida abarca espacios más amplios. La gratuidad que
libera a las personas se alcanza sólo en la paciencia de las pequeñas
renuncias cotidianas a uno mismo. En esta pasión cotidiana, la única que
permite al ser humano experimentar de cuántas formas diferentes lo ata
su propio yo, en esta pasión cotidiana y sólo en ella, se abre el ser
humano poco a poco. Él solamente ve en la medida en que ha vivido y
sufrido. Si hoy apenas podemos percibir aún a Dios, se debe a que nos
resulta muy fácil evitarnos a nosotros mismos y huir de la profundidad
de nuestra existencia, anestesiados por cualquier comodidad. Así, lo más
profundo en nosotros sigue sin ser explorado. Si es verdad que sólo se
ve bien con el corazón, ¡qué ciegos estamos todos! [8]. ¿Qué significa
esto para nuestra pregunta? Significa que las grandes palabras de
quienes nos profetizan una Iglesia sin Dios y sin fe son palabras vanas.
No necesitamos una Iglesia que celebre el culto de la acción en
«oraciones» políticas. Es completamente superflua y por eso desaparecerá
por sí misma. Permanecerá la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia que cree
en el Dios que se ha hecho ser humano y que nos promete la vida más
allá de la muerte. De la misma manera, el sacerdote que sólo sea un
funcionario social puede ser reemplazado por psicoterapeutas y otros
especialistas. Pero seguirá siendo aún necesario el sacerdote que no es
especialista, que no se queda al margen cuando aconseja en el ejercicio
de su ministerio, sino que en nombre de Dios se pone a disposición de
los demás y se entrega a ellos en sus tristezas, sus alegrías, su
esperanza y su angustia.
Demos un paso más. También en esta
ocasión, de la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá
perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el
principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una
coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus
privilegios en la sociedad. Se presentará, de un modo mucho más intenso
que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que sólo
se puede acceder a través de una decisión. Como pequeña comunidad,
reclamará con mucha más fuerza la iniciativa de cada uno de sus
miembros. Ciertamente conocerá también nuevas formas ministeriales y
ordenará sacerdotes a cristianos probados que sigan ejerciendo su
profesión: en muchas comunidades más pequeñas y en grupos sociales
homogéneos la pastoral se ejercerá normalmente de este modo. Junto a
estas formas seguirá siendo indispensable el sacerdote dedicado por
entero al ejercicio del ministerio como hasta ahora. Pero en estos
cambios que se pueden suponer, la Iglesia encontrará de nuevo y con toda
la determinación lo que es esencial para ella, lo que siempre ha sido
su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios
hecho hombre, la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin. La Iglesia
reconocerá de nuevo en la fe y en la oración su verdadero centro y
experimentará nuevamente los sacramentos como celebración y no como un
problema de estructura litúrgica.
Será una Iglesia
interiorizada, que no suspira por su mandato político y no flirtea con
la izquierda ni con la derecha. Le resultará muy difícil. En efecto, el
proceso de la cristalización y la clarificación le costará también
muchas fuerzas preciosas. La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de
los pequeños.
El proceso resultará aún más difícil porque habrá que eliminar tanto la estrechez de miras sectaria como la voluntariedad envalentonada. Se puede prever que todo esto requerirá tiempo. El proceso será largo y laborioso, al igual que también fue muy largo el camino que llevó de los falsos progresismos, en vísperas de la revolución francesa –cuando también entre los obispos estaba de moda ridiculizar los dogmas y tal vez incluso dar a entender que ni siquiera la existencia de Dios era en modo alguno segura [9]– hasta la renovación del siglo XIX. Pero tras la prueba de estas divisiones surgirá, de una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas. A mí me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas. Pero yo estoy también totalmente seguro de lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto político, que fracasó ya en Gobel, sino la Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte.
NOTAS
[1] Citado en F.X. Seppelt – G. Schwaiger, Geschichte der Päpste, Kösel, München 1964, pp. 367-368. Cf. también la exposición que se halla en L.J. Rogier – G. de Bertier de Sauvigny, Geschichte der Kirche IV, Benziger, Einsiedeln 1966, pp. 177ss. G. de Bertier de Sauvigny afirma como resumen sobre la situación al final del periodo de la Ilustración: «En pocas palabras: si a principios del siglo xix el cristianismo tenía aún algunas posibilidades de seguir existiendo, estas posibilidades eran manifiestamente más para las Iglesias surgidas de la Reforma que para la Iglesia católica, golpeada en la cabeza y en los miembros» (p. 181).
[2] Cf. el instructivo artículo sobre Wessenberg del arzobispo C. Gröber en la primera edición del LThK X, cols. 835-839; LThK2 X, cols. 1064ss (W. Müller). K. Aland ha iniciado la edición de las obras de Wessenberg.
[3] Cf. los textos en Denzinger-Schönmetzer 2600-2700, especialmente 2602, 2603, 2606, 2628 (texto latino y versión castellana en Heinrich Denzinger – Peter Hünermann, El magisterio de la Iglesia. Enchiridion symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 1999, pp. 675-710). Cf. L. Willaert, «Synode von Pistoia», en LThK2 VIII, cols. 524-525.
[4] Cf. L.J. Rogier, Geschichte der Kirche IV, op. cit., pp. 133ss.
[5] A. Schmid, Geschichte des Georgianums in München, Pustet, Regensburg 1894, pp. 228ss.
[6] Sobre Sailer, cf. especialmente I. Weilner, Gottselige Innigkeit. Die Grundhaltung der religiösen Seele nach J.M. Sailer, Pustet, Regensburg 1949; Id., «J.M. Sailer, Christliche Innerlichkeit», en (J. Sudbrack – J. Walsh [eds.]) Grosse Gestalten christlicher Spiritualität, Echter, Würzburg 1969, pp. 322-342. Sobre P.B. Zimmer, cf. la tesis doctoral defendida en Tübingen por P. Schäfer, Philosophie und Theologie im Übergang von der Aufklärung zur Romantik, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen 1971.
[7] Cf. H. Gollowitzer, «Drei Bäckerjungen»: Catholica 23 (1969), pp. 147-153.
[8] Sobre esta cuestión, cf. las extraordinarias consideraciones de H. de Lubac, «Der Heilige von morgen», en Geheimnis aus dem wir leben, Benziger, Einsiedeln 1967, pp. 155-162; Id., «L’Église dans la crise actuelle»: Nouvelle Revue théol. 91 (1969), pp. 580-596, especialmente pp. 592ss.
[9] Cf. L.J. Rogier, op. cit., p. 121.
Publicado originalmente en la Revista Humanitas de la Pontificia Universidad Católica de Chile
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